Estoy cansado. Cansado de tanto reduccionismo, fariseísmo y voluntarismo simplista. Agotadas las guerras cercanas, con la insana intención de seguir peleando, de mantener vivo el enfrentamiento, hemos trasladado a nuestro día a día ese cuerpo a cuerpo agotador. Ahora el trabajo o la conducción son lugares propicios para el aquelarre. Sin embargo, existe uno más cercano, presente en cada familia de este país, que por su alcance y profundidad roza a cada uno de nosotros: el divorcio.
Si la conducción por las calles de nuestras ciudades nos da una oportunidad impagable para insultar al vecino, el divorcio nos ofrece el escenario perfecto para agredir a aquel que se ha metido en nuestra intimidad, en nuestro cuerpo y alma, tal vez durante una buena parte de nuestras vidas. Podemos llegar a ser tan viles en nuestra violencia ciega que para ello recurriremos a utilizar a nuestros propios hijos. No basta denigrarnos a nosotros mismos repudiando un tiempo del que somos tan responsables como aquél, de unas experiencias que en esos momentos quisimos vivir, cuando no iniciamos, de unas frases de amor dichas con las mismas letras que ahora utilizamos para la violencia. Usaremos la mentira si podemos, la injuria si nos dejan o la violencia si tenemos oportunidad y nadie nos ve o corrige. Así son las pasiones humanas.
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